La cebra de cartón
Había una
vez…Una cebra de cartón que
vivía en una enorme casa sobre un alto estante. Se pasaba días y noches allí
sentada observando todo lo que pasaba a su alrededor.
Desde su
sitio podía ver el salón y la cocina y todo lo que allí ocurría. También tenía
acceso al gran ventanal que iluminaba la sala, por el cual se veía la
calle y todo al que pasaba por allí.
En la casa
vivían un padre y su hijo de 16 años, eran tranquilos, así que la
pobre cebra de cartón no tenía mucho entretenimiento.
Salían por
la mañana, el padre iba a trabajar y el chico al instituto, y luego llegaban
tarde y no aparecían por el salón hasta la hora de cenar.
Era a esa
hora cuando la pequeña cebra podía distraerse un poco, escuchando las
historias que se contaban ellos dos mientras cenaban.
Pero durante
el día, pegaba su naricita negra al cristal de la ventana y se imaginaba
saltando al otro lado y viviendo emocionantes aventuras por todo el mundo.
Un día,
estaba observando a los coches pasar, cuando un enorme camión paró enfrente de
su ventana. La pequeña cebra de cartón se acercó más a la ventana y descubrió
que era un camión de mudanzas.
¿Mudanzas?
¿Quién se irá? Bueno, al menos tengo algo con lo que distraerme – pensó.
De repente,
la puerta de su casa se abrió y el dueño entró acompañado de cuatro hombres más
a los que daba indicaciones.
Entonces lo
comprendió todo, los que se mudaban eran ellos.
¿A dónde
iremos? ¿Dónde me pondrán? ¿Tendré una ventana cerca? ¿Será grande?… – Se preguntaba inquieta sin
saber qué pasaría.
Pero lo que
la pobre cebra de cartón no se imaginaba, es lo que en realidad le ocurriría…
pues por fin llegó el día de marcharse a la nueva casa, y la pequeña cebra
esperó y esperó su turno mientras veía a sus dueños recoger las últimas cajas.
Cuando ya no
quedaba ni un papel por recoger, la pequeña levantó el hocico esperando que la
llevaran por fin con ellos, pero no fue así.
Padre e hijo
recorrieron toda la casa, habitación por habitación comprobando que estaba todo
vacío y no olvidaban nada. Revisaron los baños, el despacho y la terraza,
después llegaron al salón y a la cocina, miraron a la cebra de reojo, sin
moverse, y salieron por la puerta sin mirar atrás.
Allí se
quedó la pequeña cebra de cartón, sola, sentadita en el borde de su estante, viendo
cómo se marchaban a través de la ventana.
Agachó la
cabecita para no verles partir, mientras lloraba sobre sus patitas de cartón, que se ablandaban con sus
lágrimas.
Pero
afortunadamente, su tristeza no
iba a durar mucho.
A la mañana
siguiente, la cebra de cartón seguía con la cabecita agachada pensando en lo
que iba a ser de ella, cuando de repente escuchó ruidos de llaves en la puerta.
¡Vuelven
a por mí! –
pensó
Pero cuando
la puerta se abrió no podía creer lo que estaba viendo: ¡Una familia cargada de maletas estaba
entrando en su salón!
Primero
entró el padre, acompañado de la madre, después entraron una chica y un chico
que corrieron hacia las habitaciones gritando – ¡esta es mi habitación,
esta es mi habitación! –
Y entonces
apareció una niña con una maleta de
ruedas y mirando a todos lados. Estaba callada y tenía los ojos muy abiertos
observando su nuevo hogar.
De repente
vio a la cebra de cartón, sola en la estantería, sonrió y corrió hacia ella.
¡Dámela
por favor, que no llego! – Rogaba a su padre
Su padre
cogió a la cebra de cartón,
le pasó la mano por encima para quitarle el polvo y se la entregó a su hija.
La niña la
miró, la abrazó y nunca jamás se
volvió a separar de ella, se la llevó a su habitación y la colocó junto
a su cama. Todas las noches le contaba historias y por el día se la llevaba a
pasear.
La pequeña
cebra de cartón era muy, muy feliz con su mejor amiga, con la que vivía sus
aventuras soñadas y nunca, nunca más volvió a sentirse sola.
FIN
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