La corta historia de los libros largos
Los pequelibros estaban tristes. Esta vez los grandes y famosos libros no
solo se habían reído de ellos, los habían echado.
- Pero si casi no se os puede llamar libros. Apenas tenéis letras y sois
todo dibujos - había dicho un libro de montones y montones de páginas de letra
diminuta.
- No dejaremos que os coloquen a nuestro lado en la librería. ¡Sois libros
de mentira! -dijo otro, muy serio y elegante.
Pobres pequelibros: ni siquiera les dejaron un rinconcito en las librerías,
ni en las bibliotecas. Acabaron amontonados en desvanes y almacenes.
Los grandes libros estaban contentísimos. En las librerías ya solo entraba
gente adulta e inteligente porque ya no había allí nada que atrajera a los
revoltosos niños. Estos se quedaban en la puerta, así que los libros ya no
tenían miedo de que los agarraran sin cuidado o les arrancaran y ensuciaran las
hojas.
Pasaron los años, y todos aquellos niños que no habían entrado en una
biblioteca se hicieron adultos.
- Ahora ya pueden entrar a conocernos y admirar nuestra sabiduría- pensaron
los grandes libros.
Pero no. Esos adultos que habían crecido sin pequelibros no tenían ningún
interés en los grandes libros. ¡Eran demasiado largos! ¿Cómo iban a leer tantas
páginas de golpe, si nunca habían leído nada?
Los grandes libros estaban desesperados. Las librerías cerraban, las
bibliotecas parecían abandonadas ¡nadie leía! Se reunieron todos, leyeron y
leyeron millones de sus propias páginas y descubrieron que aquello solo tenía
una solución: tendrían que pedir perdón a los pequelibros, hacerles volver y
colocarlos en los mejores estantes.
Así consiguieron salvarse,
haciendo leer a los niños poquito a poco, para que crecieran como adultos que
amasen los grandes libros. Y para que nadie olvidase lo que había estado a
punto de ocurrir, escribieron la historia en este pequelibro, y se lo regalan a
todos los que miran a los libros con pocas palabras y llenos de dibujos como si
no fueran libros.
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